viernes, 3 de marzo de 2017

De lo de morirse


Un día, hace años, hablé con la Muerte.

Me estaba muriendo y pensé que era un momento inoportuno para hacerlo (morirme).

Mañana juego un partido –le dije-, el sábado juega el Athletic y tengo entradas, pronto será la comunión del niño, el jueves la despedida de soltero de Juan, la verdad es que me pilla fatal.

Ella, la Muerte, la verdad es que no dijo nada, solo movía la cabeza.
No lo trivializo, no me importaba morirme, qué remedio, no por mí, pero mis hijos todavía eran pequeños, no era cosa de dejarles huérfanos, así, con esos ojitos que me miraban asustados. 

Pero esa charla fue cuando el sol entraba por la ventana, por la noche la cosa fue diferente. Allí estaba la Muerte, otra vez, sentada, vestida de blanco, con las piernas cruzadas y una mirada obscena. Yo no tenía fuerza ni para levantar los brazos, ni mover el cuello, no podía hablar. Sentí miedo, mucho miedo. No quería dormir porque temía no despertar nunca más. Aun así intenté mantener la mirada a la Muerte travestida antes de cerrar los ojos, agotado.
Entré en un pasillo iluminado con la luz más brillante que jamás había visto.
Había una zona oscura y ahí me paré

Al día siguiente desperté y supe que esa noche no era aún la noche pero que la Muerte había estado sentada frente a mí a menos de dos metros.


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