viernes, 10 de marzo de 2017

Cartas y Dylan.



Cuando lo del laboratorio, en alguno de aquellos quince años,  como contraste con  los Beatles que tanto nos gustaban en el piso, compré un libro sobre Dylan. Componía canciones largas, extrañas, con imágenes como incendios, con una voz que raspaba. Ves un cuadro de Cy Twombly y piensas que puedes pintar así, leía a Bob Dylan y pensaba que  podía escribir así. No era cierto, la pura verdad es que quería camelar a alguna de las tres secretarias del ingeniero jefe, en realidad a las tres. Por eso empecé a enseñarles mis textos. Ellas no entendían nada, no apreciaban que dejaba el azufre y los cloruros a un lado y escribía sin parar, imaginando y retorciendo las frases para que sonasen como campanillas, como mariposas alrededor de una lámpara. No sé si logré una prosa digna, lo cierto es que de ninguna de las tres obtuve ni siquiera un beso, una mano que acariciase mi inseguridad, mis miedos. Pero de  aquello torpes intentos literarios salió una afición, dos, escribir y utilizarlo para encontrar cierta clase de amor. Ingenuidad o malicia, pero buscar palabras que reflejasen una búsqueda, el desconcierto, los anhelos, retrasaba la frustración del no y mi despiste de entonces. Es curioso, lo compruebo ahora, también dejaba recuerdos en amigos y más que amigas que aún hoy, cuando la ginebra o las confidencias desatan la prevención, me comentan que conservan todas mis cartas, todo aquello que les escribí.


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